Cartagena, con su vibrante y festiva ciudad amurallada, sus atardeceres de ensueño y sus icónicas Palenqueras -mujeres vestidas de colores con una palangana de frutas en la cabeza-, es la joya que muchos conocen de Colombia. Pero esta ciudad histórica es sólo el preludio del extenso y variado territorio que es el Departamento de Bolívar.
Bolívar se despliega como un manto de contrastes, sumergiendo su extremo norte en las aguas turquesa del Caribe y extendiéndose al sur hacia las majestuosas faldas de los Andes. Se trata de un tapiz de vida donde los campos verdes, rebosantes de yuca, ñame y maíz, se entrelazan con la sombra de imponentes palmeras y los pastos donde el ganado pasta plácidamente.
Pero este hermoso paisaje esconde un pasado complejo.
Unas dos horas al sur de Cartagena se despliega un mosaico diverso de poblaciones dentro de pequeños asentamientos conocidos localmente como veredas que abrazan un laberinto de ciénagas. Este intrincado ecosistema de canales y pantanos, vital para el equilibrio ambiental, ha sido también escenario de lucha durante el prolongado conflicto armado que ha marcado la historia de Colombia.
«Uno sabe que en muchos países se vive la guerra, pero nosotros en Colombia no estábamos preparados para nada de lo que sucedió», relata Saray Zúñiga, quien no duda en reconocerse como víctima del conflicto armado que azotó a la nación sudamericana por más de medio siglo.
En 2016, Colombia dio un paso histórico hacia la paz al firmar un acuerdo con su principal grupo guerrillero. Como parte de este compromiso, el Gobierno se propuso impulsar el desarrollo rural del país, con el acompañamiento de varias organizaciones, entre las cuales, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) tiene un rol estratégico en la implementación de tan crucial tarea.
Gracias a ello Saray y su comunidad han encontrado ahora un espacio para narrar sus historias de dolor y resiliencia, un paso crucial en su proceso de sanación y en la construcción de un mejor futuro.
Sin embargo, las cicatrices de la guerra siguen siendo profundas en esta región, testigo de algunos de los episodios más oscuros de la violencia paramilitar en Colombia. Las cifras oficiales son contundentes: más de 600.000 personas en Bolívar fueron desplazadas forzosamente entre 1985 y 2019. Los exuberantes valles, otrora llenos de promesas, aún resuenan con los ecos de la violencia que obligó a tantos a abandonar sus hogares y comunidades, buscando refugio en ciudades sobrepobladas o pueblos distantes.
“Fui desplazada cinco veces. Mis hijos crecieron a través del desplazamiento’’, recuerda Saray, resaltando aun así el orgullo que siente por ser Palenquera.
Las Palenqueras, descendientes de esclavos africanos que en el siglo XVI lograron su libertad y fundaron un refugio en el norte del actual municipio de Mahates, provienen de las comunidades de San Basilio de Palenque, reconocidas por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Su legado agrícola y artesanal, forjado a lo largo de generaciones, ha sido fuente de sustento y profunda conexión con la tierra. Hoy, muchas Palenqueras continúan cultivando la tierra, honrando su herencia y enriqueciendo el panorama agrícola colombiano.
Saray y su familia fueron arrancados de la tierra que sus antepasad
ecen vívidas en su memoria, como si hubieran ocurrido ayer.
“Esos hombres vinieron a mi casa, sacaron a mis hijos, los pusieron en fila y los tiraron al piso amenazándolos y gritando: ¡Apunten, disparen! ¡Apunten, disparen!”, describe Saray. “Me acusaban de esconder armas y yo les decía: las únicas armas que tengo son mis seis hijos, yo soy campesina. Mi niña tenía tres años solamente”. Las lágrimas brotan de los ojos de la madre de 55 años mientras el recuerdo la invade, aún crudo y doloroso.
Saray fue una de las tantas mujeres agricultoras que, mientras cultivaban la tierra en Mahates, vieron cómo el conflicto armado arrebataba a sus seres queridos, amenazaba sus vidas, arrasaba sus campos y robaba sus cosechas.
«En Palenque nunca imaginamos que viviríamos semejante horror, que seríamos testigos de masacres y violaciones. Fuimos perseguidos y muchos de mis amigos de ese entonces ya no están», recuerda con tristeza.
Cuando finalmente pudo regresar a su finca en la vereda de Toro Sonrisa en 2011, encontró un panorama desolador: el suelo y los árboles devastados, muchos animales desaparecidos y, lo más doloroso, el tejido social roto.
Una comunidad desarraigada por el conflicto
A pocos kilómetros de distancia, en la Vereda Paraíso, Ana Herrera también vio destrozados sus sueños por el conflicto. La pequeña empresa de productos lácteos que su comunidad había establecido con grandes esfuerzos fue destruida.
En el pasado, Ana y otras familias campesinas que criaban ganado se habían visto obligados a vender leche a compradores que llegaban directamente a la comunidad y ofrecían pagarles por debajo del precio justo. Este sistema explotaba la falta de acceso de las familias agricultoras a canales de comercialización adecuados.
Sin embargo, eventualmente con el apoyo de una entidad del Gobierno, crearon la asociación láctea ASOCUPAR para exigir precios justos.
“No ganamos ni un centavo durante tres meses…”, recuerda. Sin embargo, “lento pero seguro” comenzaron a ver los resultados de arriesgarse a crear una asociación.
Eventualmente aprendieron a procesar la leche para convertirla en el famoso queso costeño tradicional de la costa atlántica colombiana. Luego encontraron compradores confiables y pudieron construir con sus ganancias y esfuerzos una modesta sede para su negocio.
“Pero como a algunos les gusta decir, las cosas buenas no duran. En 2001, las cosas empezaron a complicarse. Esos hombres con mochilas empezaron a llegar… Entonces aparecieron los muertos. Dos muertos aquí, otros tres allá, uno justo aquí donde te estoy hablando ahora mismo. ¿Quién se iba a quedar aquí así?”
Ana salió de su pueblo el día después de que llegaran a su finca. “Vi venir a esos hombres allá en la esquina… y le dije a mi comadre: ‘mija, ahora estamos sólo en las manos de Dios’… a mí las piernas me hacían así porque nunca los había visto en persona», recuerda con la voz temblorosa.
Ana cuanta que aquellos hombres ocuparon su casa durante un día y una noche enteros e incluso hicieron una fiesta mientras ella se refugiaba en un cuarto con su comadre. «Es que si ese quiosco ahí pudiera hablar», dice, señalando una pequeña área techada y con hamacas en su finca.
Con el amanecer vino una efímera calma, pero Ana decidió que era hora de irse. Con el corazón apesadumbrado, abandonó su hogar, sin atreverse a mirar atrás durante diez largos años.
El regreso
Tanto Saray como Ana regresaron a Mahates en la primera mitad de la década de 2010, cuando la situación había mejorado lo suficiente como para que pudieran volver, pero una realidad más estable aún estaba a años de distancia.
Ana regresó y encontró físicamente destruidos el centro comunitario y la fábrica de quesos que había construido con su asociación.
“Mi finca estaba prácticamente en el suelo también. Mis cocos estaban muertos y mis otros árboles y cultivos habían desaparecido. Después de tanto sacrificio que pasamos mi esposo y yo para construir nuestra casa, tuvimos que empezar de cero. Ha pasado mucho tiempo, pero yo creo que no me he recuperado completamente de esto».
“Cuando volví, todos estaban derrotados aquí”, recuerda Saray haciendo eco a las palabras de Ana.
Pero como lo malo no dura para siempre, en 2016, el Acuerdo de Paz en Colombia trajo cambios dramáticos a las vidas tanto de Ana como de Saray. Eventualmente se encontrarían sentadas una frente a la otra en la misma mesa, pero no en una mesa cualquiera: la de la Unidad de Víctimas, encargada de ofrecer reparación y consuelo a los millones de colombianos marcados para siempre por la brutalidad de la guerra.
El regreso de la paz
La firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, respaldado por las Naciones Unidas en septiembre de 2016, marcó el fin de más de cinco décadas de conflicto armado entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP).
El Acuerdo no sólo buscaba poner fin a la violencia, sino también abordar temas cruciales como el desarrollo rural, la participación política de excombatientes y, de manera fundamental, los mecanismos de justicia transicional, incluyendo la Unidad para las Víctimas.
«Con la firma, Colombia inició un proceso encaminado a consolidar la paz en el territorio. El primer punto del Acuerdo de Paz estableció la Reforma Rural Integral, y la FAO se convirtió en un acompañante oficial en este aspecto. En este contexto, la FAO apoya al Gobierno de Colombia en el avance de esta transformación rural para consolidar la paz», explica Agustín Zimmermann, representante de la FAO en Colombia.
Como organización aliada en el proceso de Reforma Rural, la FAO ha desarrollado una agenda de incidencia y proporciona apoyo técnico a diversas entidades nacionales, incluyendo el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, en áreas como la agricultura sostenible, la gobernanza de la tierra, el desarrollo de cadenas de valor y la seguridad alimentaria.
Zimmermann explica que, a lo largo de los últimos 20 años, Colombia ha mejorado en el Índice de Desarrollo Humano. Las tasas de pobreza han disminuido a nivel nacional y se han observado mejoras en los indicadores de salud pública y educación, entre otras áreas. Sin embargo, todavía existen desigualdades significativas a nivel territorial, incluido lo que respecta a la seguridad alimentaria.
«Este es el principal desafío en la consolidación del proceso de paz, y es un desafío que afecta principalmente al sector rural», agrega Zimmermann, subrayando que por eso el mandato de la FAO, la transformación de los sistemas agroalimentarios, es tan importante para la nación.
En Colombia, la FAO trabaja con el Gobierno y las familias agricultoras por un desarrollo rural sostenible como elemento clave para reducir el hambre y la desnutrición. La Organización se comprometió aún más con este objetivo en enero de 2023, con una carta de cooperación firmada por el presidente de Colombia, Gustavo Petro, y el director general de la FAO, Qu Dongyu, reafirmando la importancia de la paz y la seguridad, y su conexión con el derecho humano a la alimentación.
Transformación territorial, resiliencia y sostenibilidad
Junto con los departamentos de Córdoba, Nariño y Putumayo, Bolívar fue elegido como uno de los sitios de implementación del proyecto Transformación Territorial, Resiliencia y Sostenibilidad, una iniciativa conjunta de la FAO y la Agencia de Cooperación Sueca en Colombia.
El proyecto se centró en mejorar los medios de vida rurales mediante el fortalecimiento de la producción agrícola con cultivos variados y la promoción de diversos emprendimientos rurales alineados con las fortalezas únicas de cada región y sus familias: ganadería sostenible, cultivo de aguacate, producción de café, cultivo de pimienta, cría de cuyes, caña de azúcar, panela y muchos otros.
También se enfocó en promover el uso sostenible de la tierra y la gestión de los recursos, en establecer nueva infraestructura para apoyar la producción y las ventas, en fomentar la colaboración entre diversas partes interesadas, en empoderar a las mujeres a través del desarrollo de habilidades y oportunidades de liderazgo, y en desarrollar la resiliencia de las comunidades rurales ante los desastres.
El proyecto, además, fomentó el cultivo de alimentos para consumo familiar, lo que resultó en más de 2612 toneladas de alimentos producidos, promoviendo la seguridad alimentaria, la estabilidad económica y la autosuficiencia de los campesinos.
«Los proyectos que estamos implementando en el país, como este, tienen como foco principal precisamente la consolidación de la paz al permitir que las familias agricultoras regresen a sus territorios y tengan oportunidades productivas y económicas para quedarse», detalla el representante de la FAO.
Entre 2022 y 2023, las 27 asociaciones de familias agricultoras que participaron en la iniciativa FAO-Suecia incrementaron su productividad en un promedio del 137% y aumentaron sus ventas en un 41%, más que duplicando sus ingresos. La iniciativa benefició a más de 3500 personas del campo y se desarrolló durante más de tres años, finalizando en marzo de 2024. Específicamente en Bolívar, el proyecto impactó a más de 500 personas y cuatro organizaciones en los municipios de Mahates, María la Baja y Carmen de Bolívar.
«Lo que nos dicen los participantes es que el proyecto ha generado, además de los aspectos más tangibles de apoyar las cadenas productivas, una dinámica social muy positiva en el territorio que les ha permitido experimentar un retorno a la paz», subraya Zimmermann.
En efecto, el proyecto no se trataba sólo de mejorar las técnicas agrícolas o el acceso al mercado, sino de que las familias agricultoras recuperaran sus tierras, fomentaran la resiliencia y la sostenibilidad, y se aseguraran de que el suelo fértil en el que viven produjera cosechas y un futuro libre de miedo, un futuro que pudieran cultivar, no sólo para ellos, también para las generaciones venideras.
«La FAO vino a nuestro territorio a quitarnos el miedo a nosotros los campesinos. Nos trajeron un equipo técnico que vino a trabajar y enseñar. Cuando llegaron, no nos atrevíamos a producir queso de nuevo; teníamos miedo. Y entonces ellos nos preguntaron: ‘¿Pero qué es lo que les pasa si ustedes ya saben cómo hacer su producto?'», recuerda Ana.
Con el apoyo de la FAO y Suecia, ASOCUPAR, la asociación que representa, pudo reconstruir su centro de procesamiento de productos lácteos y mejorar sus vías de producción y comercialización, incluso asegurando un acuerdo con la reconocida cadena de restaurantes en Colombia Crepes & Waffles.
Ahora, la asociación no solo compra leche a sus propios miembros, o incluso a su propia vereda, sino que ha comenzado a comprar a un precio justo leche de otros pueblos más lejanos, ayudando a la región a mejorar sus medios de vida. La asociación también ha ampliado su gama de productos a yogur y suero costeño.
Pero este resultado provino del esfuerzo y el compromiso de su comunidad en Paraíso, dispuesta a recuperar el conocimiento que ya tenían y, al mismo tiempo, aprender de la FAO sobre cosas de las que nunca había oído hablar, como la ganadería sostenible.
«Antes, nosotros practicábamos la ganadería extensiva, es decir, deforestábamos grandes extensiones de tierra para el ganado. Ahora entendemos que no se necesita tanto espacio y trabajamos en arborizar todo para hacer ‘cercas vivas’. Aprendimos que con los árboles el ganado obtiene sombra y los frutos y semillas también los alimentan. Esto ayuda a crear corredores biológicos para que otros animales originarios de aquí regresen al territorio», dice Ana mientras señala con orgullo a sus vacas cubriéndose del sol del mediodía bajo los árboles. «Además, ahora ellas me están produciendo el doble de leche que antes», añade sonriendo.
Un sueño hecho realidad que protege el medio ambiente
«El proyecto se centró mucho en los aspectos sociales y en la generación de ingresos, pero también se aseguró de que estos ingresos provinieran de modelos sostenibles, no de sistemas extractivos. Esto permite una mejor producción y también cuidar el medio ambiente», apunta Alfredo Bray, coordinador técnico local de la FAO para el proyecto.
Él también nació y creció en Bolívar y, desafortunadamente, tampoco es ajeno a la violencia y el desplazamiento que enfrentó la zona. Por años, trabajó mano a mano con las comunidades, que incluso meses después de finalizada la implementación del proyecto, no dudan en saludarlo con un cálido abrazo cuando lo ven.
Bray enfatiza cómo la iniciativa mejoró el entorno natural al permitir el regreso de la fauna y flora local, al tiempo que aumentó la producción agrícola y los ingresos. Para las familias agricultoras, esto significó dejar de talar y comenzar a plantar más árboles, firmar pactos locales de conservación y recibir capacitación sobre cómo manejar responsablemente sus recursos naturales mientras mejoraban su resiliencia frente a eventos climáticos extremos. Por ejemplo, aprendieron a cultivar y almacenar forraje para alimentar a su ganado cuando las condiciones climáticas se pongan difíciles, como en eventos calor extremo.
Al mismo tiempo, el proyecto impactó la forma en que las familias rurales se conectaban al promover el intercambio de experiencias y trabajar como una red de organizaciones, combatiendo el aislamiento que el desplazamiento había creado. «Esto es lo que queremos decir cuando hablamos de transformar el territorio», afirma Bray.
El Punto de Venta Ecológico y Artesanal Toro Sonrisa, un oasis ubicado en la transitada carretera que conecta Cartagena con el sur de Bolívar, podría ser la representación perfecta de sus palabras.
«Ellos [FAO] vinieron y nos preguntaron qué era lo que queríamos, cuál era nuestro sueño. Y levanté la mano y dije: ‘Queremos tener un lugar para poder vender nuestros productos'», rememora Saray mientras viste un traje tradicional y baila al ritmo de la música palenquera en la tienda que ahora administra su asociación, ASOPROVEGUA. La tienda, llamada «Paraje ri Kumina» en lenguaje palenquero, reúne los productos de todas las demás asociaciones hermanas de la zona y, en sus palabras, «reemplaza a los intermediarios a quienes los agricultores siempre tienen que vender sus productos».
Tradicionalmente, las palenqueras trabajan vendiendo las frutas y verduras que cultivan así como sus dulces tradicionales en pueblos y ciudades fuera de Palenque, a veces estando lejos de sus hogares durante semanas y dejando atrás a sus parejas e hijos.
Por esta razón, ella y sus compañeras siempre habían soñado con tener algo cerca que pudiera generar ingresos y beneficiar a la comunidad, al tiempo que les permitiera vivir cerca de casa.
«Ahora tenemos nuestro restaurante con nuestra comida tradicional y nuestra tienda, y estamos trabajando con otras organizaciones hermanas en Bolívar: Paraíso con el queso, Roma en la zona de Carmen de Bolívar con miel y aguacate, por ejemplo», narra Saray.
Saray, llena de entusiasmo, también nos muestra los dulces tradicionales de Palenque, las cocadas, que elaboran para la venta.
Las cocadas se hacen con coco rallado, panela y especias como clavo y canela. La mezcla se cocina a fuego lento hasta obtener pequeños dulces redondos con una textura masticable de sabor dulce y con una consistencia similar al caramelo. Se disfrutan como aperitivo o postre y son una parte preciada de la cultura palenquera. «¡El que se come una, se come dos!», exclama Saray.
Su entusiasmo luego nos lleva a la cocina, donde cinco mujeres, todas sobrevivientes del conflicto, trabajan diligentemente. Dos de ellas son sus hijas, que regresaron de la ciudad, dejando atrás el desplazamiento para unirse al emprendimiento. Al igual que los otros emprendimientos apoyados por la FAO en la zona, el Punto de Venta opera con un sistema de nodos, asegurando que todos los miembros de la comunidad se beneficien, ya que diferentes grupos de mujeres se turnan para trabajar cada semana.
Además, como parte de la iniciativa del proyecto de la FAO y Suecia para impulsar el ecoturismo y proteger la biodiversidad, el restaurante se extiende hacia un sendero ecológico en terrenos donados por uno de los agricultores de la comunidad. Los senderos que conducen a un área de juegos están bordeados por árboles frutales y viveros de plantas. Se pueden ver por todas partes llamativos carteles con mensajes sobre sostenibilidad. Al fondo, un colorido mirador da a un arroyo cristalino complementado con las melodías de los cantos de los pájaros y los llamados de los monos en los árboles.
«Este parque es para proteger a nuestros animales. Tenemos iguanas, monos aulladores, periquitos, loros y más. Estar sentada en este refugio después de todo lo que viví me hace sentir en paz. Para mí esto es felicidad; en verdad hemos recuperado nuestra tranquilidad», dice Saray, ilustrando como además de los resultados del proyecto que la gente puede ver en términos de infraestructura y restauración ambiental, están los que la comunidad ahora lleva consigo.
«Es muy emotivo para mí ver y escuchar de los participantes el impacto del trabajo de estas mujeres y hombres en el proyecto», sostiene la embajadora de Suecia en Colombia, Helena Storm.
El 2024 marca 150 años de cooperación entre Suecia y Colombia, así como diez años de apoyo de esta nación a la FAO en el país.
«Yo he viajado mucho a las comunidades y he visto de primera mano el poder, el potencial, la fuerza y la resiliencia que tienen estas personas. Estoy muy convencida de que Colombia tiene muchas posibilidades de lograr un desarrollo sostenible y una paz duradera», enfatiza Storm.
Con Suecia como socio, la FAO continúa replicando el modelo de transformación territorial y construcción de paz en otras regiones del país. Ya una nueva y similar iniciativa está en marcha hasta 2026 en el departamento del Cauca, en el sur de Colombia.
«Han pasado meses desde que finalizó el proyecto y estamos viendo que todas las asociaciones continúan progresando por sí mismas, incluso con alianzas con el sector privado. Lo más lindo de este proyecto ha sido descubrir que esta dinámica está funcionando y es sostenible», complementa el representante de la FAO, Zimmermann.
Pero para Ana y Saray, la verdadera belleza del proyecto trasciende las ventas y el crecimiento económico. Es la unidad redescubierta que ahora palpita en sus comunidades.
«Estamos parados en el terreno que pertenece a un hombre que es familia, que no dudó en darle a la comunidad un terreno entero y muy valioso junto a la carretera. Esto nos ha unido tanto que ya ni siquiera nos consideramos socios, sino hermanos. Somos una familia de nuevo. El dolor de uno es el dolor del otro, y estamos orgullosos de ser lo que somos: campesinos».